lunes, 5 de noviembre de 2012

La casa de los jañapes

En mi antigua casa piurensis vivió la tropa completa de Madre. La tía de Madre, quien también vivió en la casa, murió de un horroroso cáncer de piel que consistía básicamente en que le aparecían heridas largas, definidas y profundas como cortes de cirujano que no se cicatrizaban nunca. Las heridas también se infectaban, hinchaban la zona y al final de la enfermedad producían un dolor insoportable para cualquier ser humano que pretendiera sobrevivir sin morfina. El cáncer que sufrió se originó aparentemente por las innumerables horas de sol directo que recibió durante toda su vida mientras caminaba para ir a dar clases al otro extremo de la pampa piurensis de antes de la segunda guerra mundial, ya que era maestra de escuela primaria en un lugar y en un tiempo en el que no había transporte público. 

Tiíta murió en el año 1982 (o 1983, no estoy muy segura, porque ahora que me doy cuenta, ese detalle no relució en ninguna conversación familiar y yo tenía menos de tres años de edad cuando los acontecimientos), después de un prolongado calvario hospitalario. El día que Tiíta murió, Madre no tuvo forma de avisarle a Padre porque él estaba en el monte, donde en esa época no había teléfonos -y en ésta tampoco- y todavía no existían los celulares. En esos tiempos de los que poco tengo memoria, y casi todo me lo he soñado, Padre y Madre se veían los fines de semana de jueves por la noche a lunes por la mañana y los otros días no tenían noticias de ninguno de los dos. Era una realidad muy parecida a la de la baja edad media que increíble pero muy practicablemente sobrevivió hasta fines del siglo 20 en la provincia en la que tuve la alegría de nacer. 

Debido a que Tiíta se puso grave-muy-grave en pleno día laborable, Madre tuvo que abandonar el trabajo y juntas viajamos a la capital para acompañarla en sus últimos momentos de vida, asistir al velorio y organizar el entierro y Padre, que estaba en el campo, siguió sin saber de los percances hasta que llegó a la casa el jueves por la tarde. El jueves que Tiíta murió, Padre llegó sin saber de nada, porque ya dije que en el campo no habían teléfonos. 

La casa piurensis tenía, aunque por fuera y por dentro ya no sea como antes, dos árboles y muchos parches en el techo. Por eso llovía adentro, se humedecían las paredes de la cocina y se caían las del patio, las ventanas de fierro descuadradas ya no cerraban, habían hormigueros por todos lados, sonaba el desagüe a la hora de la cena, salía un chorrito indeseable e hirviente de la ducha, la losa del patio de adentro se deshacía por causa de los álcalis del agua del medio del desierto y la carcomida pared de ladrillos de arcilla roja del quintal parecía un panal de abejas gigantes. La arena del desierto se colaba feroz por cualquier rendija y destruía todo. La dureza del agua y el jabón marsella dejaban la ropa tiesa y el sol la desteñía. El patio de afuera no tenía losa, la lavandería no tenía techo, y yo la usaba como piscina, me desnudaba bajo el sol ardiente y me bañaba en el lavador. Los muebles de la sala eran de fierro con paja trenzada y el comedor era de madera vieja muy vieja, tan vieja que la tabla de la mesa se había torcido y encogido por la extrema sequedad del ambiente. Dentro de la casa no sobrevivía ninguna planta. Tampoco teníamos fotos ni cuadros, no había cortinas en las ventanas, ni adornos en los muebles y el techo era bajo. Éramos minimalistas, dice Madre, para decir que éramos pobres en un tiempo en que nadie había pensado en el significado del minimalismo. Sí, le digo, yo quisiera seguir siendo minimalista. 

Hoy que ya tengo 32 años y no es poco aunque los que tengan más de 50 insistan en decir que sí, tengo recuerdos que no me dejan vivir en paz y que me erizan la piel: tengo como 9 años y estoy pastoreando el tiempo con mi vestido de lienzo de rayitas diagonales blancas y verde agua, estoy sentada a eso de las dos y media de la tarde abajo del árbol del patio de adentro, sin zapatos, con los pies cuarteados y enterrados y las trenzas deshechas, estoy levantando las piedras en busca de lombrices rojas. Me gusta encontrar el extremo de las lombrices y ver cómo se estiran cuándo las saco. A veces se rompen. Creo que sufren. El aire está seco pero fresco porque el viento corre, el árbol se mueve mucho y parece que va a llover, la tierra está húmeda, las florecitas amarillas caen del árbol y se quedan en mi pelo, debe ser como abril. 

Después me veo con mi bermuda azul y sin camiseta, escarbando en la tierra para encontrar el nido de los abejorros verdes que se metían en sus huecos a las 4 de la tarde. El mismo viento corre, es el mismo olor de nuevo, la misma luz, el mismo árbol, el mismo silencio. Antes de darme a la búsqueda infructuosa del nido abejorro, observo ofuscada como los bichos escarban diligentes siempre en el mismo lugar, como si supieran dónde dejaron el hueco la última vez, como si tuviesen nariz y pudiesen oler como los perros el lugar en el que esconden su comida, si es que es comida lo que esconden. Es el mismo sonido de aleteo de alas de insecto que escuché toda la vida. ¿A dónde van los abejorros verdes? ¿Por qué quiero saber adónde van? ¿Por qué insisten en escarbar en el mismo lugar? ¿Son hembras o son machos? Me rehúso a llamarlas de abejorras y cuando entran en el hueco pongo una piedra en la salida y luego mi oreja encima para escucharlos cuando pretenden salir. Me muero de risa. 

También me veo encaramada en la ventana de mi cuarto, que da al patio. Como nunca tuvo cortina, el árbol hace sombra en las noches iluminadas, que son casi todas. Como vivimos en el desierto, o al lado del desierto, que es prácticamente lo mismo, siempre hay viento nocturno y el árbol se mueve sin parar. No miro la ventana nunca cuándo voy a dormir, le tengo miedo. En el verano, que solo se diferencia con el invierno porque llueve, salen los jañapes, que se parecen a las lagartijas pero no son lagartijas. Tienen la piel más suave, y son grises y mucho más feos. Escapan siempre ágiles y yo me trepo a la ventana con matamoscas en mano, para perseguirlos hasta dónde me alcance la altura. Les corto la cola. Dicen que les vuelve a crecer. Después me bajo de la ventana de un salto. 

A los pájaros los respeto y los dejo en paz. No los quiero porque están verdes, dijo el zorro. 

Cuando me recuerdo niña buscando las lombrices rojas, matando de asfixia a los abejorros verdes y cortándoles la cola a los jañapes del techo, siento otra vez el viento, el olor a tierra húmeda, la luz colándose por la copa del árbol, el frío del piso de cemento del corredor bajo mis pies, el silencio de las provincias sin autos de ese jueves de 1982 en el que yo no estaba en la casa. 

El día que Tiíta murió Padre la encontró sentada a la mesa del comedor, en el lugar en el que ponían mi sillita de comer. Yo, a 1000 kilómetros de distancia fui testigo del momento en la dimensión real y en la que no tiene nombre: ella empieza a abandonar el más acá en un vestido azul estampado de florecitas en tonos verdes y celestes y con botones adelante, es un modelito sesentero me dice Abuela, aunque a mi me parece un modelito del año del cometa, mientras Padre llega a la casa piurensis con su bolsa de viaje y su sombrero de paja, con las botas sucias y con olor a sol, abre la puerta de fierro y de vidrios catedral sostenidos por una masilla que se ha chorreado como manjarblanco por el calor y se sorprende al encontrarla sentada a la mesa. Ella ya está de viaje y él lo sabe, pero Padre no pensó que Ella pasaría por ahí. Allá, Él la ve con el pelo completamente blanco y recogido aunque acá yo no le veo ni un solo pelo. La encuentra morena como siempre y con toda la piel sana pero yo le veo el color de los enfermos. De mi lado ella tiene más heridas que nunca y aunque está con el mismo vestido de las fotos para toda la vida, no nos enseña sus brazos arrugados y flacos. Es india y pudorosa, ha nacido en 1900 y quiere irse dejándonos una mínima buena impresión. Padre la encuentra con los brazos cruzados y apoyados en la mesa. En la mesa no hay nada. La luz de las tres de la tarde entra por la ventana del frente, el día está fresco y sólo se escucha el tic-tac del único reloj que nos acompañó en nuestra vida. Padre la saluda. 

- Buenas tardes doña Amelia, qué es ese milagro! 
 - Hola Ernesto ¿sabías que ya tengo 82 años? 
- Noooooooo le creo... 
 - Si, hombre... ¿Me puedo quedar en la casa? 
- Pero claro... 

Padre se sacó las botas embarradas en la puerta y apenas terminó de entrar a la casa sonó el teléfono. 

 - ¿Hola? 
 - … 
 - Sí, ya se, pero no te preocupes, que me dijo que se iba a quedar en la casa. 

 (La casa en la que fui infinitamente feliz)