lunes, 16 de noviembre de 2009

Un día en la vida

Esta historia comienza un día de un invierno lejano.

Sus amigos pensaban que ella estaba chiflada por salir con él, le dijeron que habían sido capaces de tolerarle de todo en nombre del cariño que los unía, pero que esto último sobrepasaba los canones de las buenas prácticas y que ya sentían vergüenza ajena. Ellos no habían caído en la cuenta de que por esos tiempos ella tenía los chicotes cruzados más de la cuenta y que la cosa no iba a dar para mucho, porque en cualquier rato se iba a producir el corto. El flaco con el que compartía la oficina la miraba y le movía la cabeza en señal de desaprobación para dejarle claro que esta vez sí se estaba excediendo. Y era así porque una característica de él, esa que nunca pasaba desapercibida ni para el más tonto, ni para el más bueno de los habitantes del planeta, era una galaxia de complejos de inseguridad que lamentablemente no lo desacretiban únicamente a él, sino también al que anduviese junto. En otro momento de menos chifladura ella no hubiera tenido necesidad de descartarlo, porque ni siquiera lo hubiera considerado en el proceso de admisión. Pero eran otros tiempos.

Y por ese relajo de las costumbres que a veces las mujeres se permiten, ella le hizo caso.

Salieron durante un tiempo muy corto y los primeros días llegó a pensar que él era inclusive adecuado, aunque no supiera definir los alcances semánticos de la palabra. Él vivía acosado de males de viejo: insuficiencia respiratoria, presión alta, asma, tos constante, mocos y para remate una micosis rebelde y añeja en las uñas de los pies, como los gavilanes polleros. Intentaba ponerse en forma corriendo como loco una vez a la semana cien vueltas alrededor del parque de cemento que había por su casa. Eso calmaba su conciencia, lo hacía sentirse saludable por cinco minutos y al terminar se atracaba de naranjas y pepinos para calmar el hambre voraz que tremendo esfuerzo físico le dejaba, hasta que no aguantaba más y rendía cuenta de un pollo a la brasa con papas fritas y cremas de todos los colores, en especial de la verde, que a él le parecía la más rica, como los bulímicos comedores de queso crema, solo que se saltaba la parte de vomitar y así todos sus afanes deportivos se iban al carajo. Le contaba que una noche de aquellas solo había cenado papaya, y ella pensaba que todo era inútil, porque ese metabolismo barullento tenía tan poco arreglo como su temperamento. El trajín emotivo que esa relación le causó se lo podía haber ahorrado si se hubiera dado cuenta que ella sólo estaba matando el rato y que poco le importaba si él le obsequiaba flores en cajita o en papel celofán y tarjetitas con frases de amor, o muñecos chinos que inevitablemente serían regalados porque ella era alérgica a la pelusa, o libros que leería toda su familia excepto ella, o música que nunca le recordaría a él o palabras bonitas que ella luego borraría sin pena de su mailbox, porque, a decir verdad, solo estaba esperando el tiempo pasar para llevar a cabo sus otros planes.

El tiempo pasó y le tocó conocerlo más.

El tenía la forma de un Tupperware deforme por el uso y por el paso de agua caliente, así como las loncheras de los obreros de construcción civil, que ella tan bien conocía. Usaba dos camisetas debajo de la camisa para esconder su condición de tetudo y disimular la panza rolliza que le sobresalía sin modestia. Caminaba como caballo cascorvo porque tenía las patas chuecas de las rodillas para abajo. Era dueño del segundo closet más grande que ella había visto después del de su ex-cuñada, atiborrado de ropas de marca que ella ni conocía ni compraría aún conociendo porque tenía un espíritu de india que nunca iba a entender de esas cosas. Él compraba jeans caros, camisetas de equipos de fútbol extranjeros que usaba en honor a los cinco minutos que duraba corriendo cuando participaba en las pichangas y usaba zapatos de todos los colores. Pero ella pensaba que tanto lujo se perdía encima de una percha tan desoladora y sentía cosita. No solo compraba como loco por internet y explotaba el sueldo que ganaba sin un mínimo control financiero, sino que sus tarjetas de crédito siempre estaban reventadas y tenía el futuro empeñado en un trabajo que nada le gustaba para pagar los placeres presentes que no podía permitirse pero que ya se había permitido y que lo acorralaban más y más en ese estilete de vida que los que viven endeudados llaman de moderno y del que aún años después él no podría salir y en el que ella no entraría jamás.

Después de detectarle el cuerpo, le tocó frecuentárselo, si no, la historia no hubiera sucedido en esta década.

El vino a su casa cuando los padres de ella habían salido y cogieron como él tenía previsto porque no se sacó las medias y ella no le pudo ver la micosis que le vio días después en las uñas de los pies. Ese día empezó a sospechar que el muchacho padecía de desórdenes libidinosos endémicos y se dio cuenta que descargaba su agresividad de acomplejado en la gente que si lo quería de verdad y a ella, que no lo quería sino para pasar el rato, la trataba bien. Ella pensaba que él ya estaba muerto porque se imaginaba que no podría levantar a nadie sin pagar. Como tenía una salud senil, cuando el frío de la noche le dió en la espalda, se le desataron todos los males flemáticos: tosió, estornudó y los mocos se le desbordaron, y al abrigarse a petición de ella, sudó como los pollos en el brasero de los restaurantes de S/. 2.99 que se comía después de correr las cien vueltas al parque de cemento que había por su casa. Ella no había terminado de definir qué de todo había sido lo peor y como no tenía mucha paciencia y tampoco ganas de filosofar, disimulaba con comprensión el tedio que sentía, esperando que llegara la hora de él irse y cerrar la puerta y apoyarse dramáticamente al cerrarla por sentirse liberada, así como hacen las actrices en las películas en blanco y negro cuando alguien indeseado se va. Cerraba los ojos con furia, intentaba dormir y no podía porque temía que él se muriera ahí mismo, en la casa de sus padres, ahogado en sus gargajos. Se arrepentía de haberlo hecho ese día con él y de que por pura lujuria que encima quedó sin satisfacer, la espalda de él estuviese fría y él ahogado en tos e inundado de mocos. Imaginaba a la gente de la aseguradora llegando a nebulizar al paciente o llevándoselo al borde de la asfixia. Lamentaba tener a su lado un cuerpo achacoso envuelto en una piel de joven. Esa primera noche, en un momento en el que ella no estaba dormida pero fingía estarlo, él estornudó y simultáneamente su esfinter, descontrolado como sus emociones, soltó un pedo, que se acopló al eco del estornudo y al crujir de la cama. Ella lo escuchó y sintió compasión. Ninguno se movió. Ambos sabían que aquella situación patética era un agravante y no se podía convertir en un momento jocoso, porque la personalidad del gordo no daba para reirse de un hecho tan poco enternecedor, como ella sí lo hiciera una vez con el grandote que con las justas se bañaba a quien se agarró unas semanas atrás y con el que disfrutó plenamente las cinco películas que no llegaron a ver.

El pedo fue demencial.

Ella se sintió en trance, como en la partecita de la canción de los Beatles que viene después de que cantan I'd love to turn you on que tanto escuchaba en las ocasiones en las que quería profundizar la turbación de su espíritu o intentaba encontrar salidas para cambiar de vida, volverse hippie y vivir de la venta de porquerías al borde de la carretera, y mandar a todos a la mierda, incluido él. Se sintió como cuando viajaba en auto rumbo a la playa en plena Panamericana Sur y sacaba medio cuerpo por la ventana como los perros y sentía el vértigo de una libertad negada por el mundo real y por los carros que venían en contra y que por suerte no le volaron la cabeza, como él hubiese deseado un tiempo después. Se sintió cayendo en un abismo sin fin como cuando cinco años atrás cambiaba de posición en la cama en plena resaca que tenía el orgullo y la cojudez de sufrir sola encerrada en su cuarto para que sus padres no se dieran cuenta y toda la vida se le salía por la boca y juraba que nunca más lo volvería a hacer. Se sintió como cuando era niña y perseguía a los treinta patos de la vecina que vivían hacinados en un corral pequeño y los patos corrían más rápido que ella y después de la primera vuelta ya corrían en círculo y la perseguida terminaba siendo ella misma y el pánico de ser pisoteada por esos bichos sin prestigio le daban ganas de matarlos uno por uno a punta de palos.

El pedo fue revelador.

Se dio cuenta que no lo quería a su lado ni para dejar el tiempo pasar, porque no podría volverlo a ver sin recordar la noche drámatica en la que él era un moco con patas y al estornudar se tiró un pedo y ella fingió dormir y sintió lo inexplicable.

Y por eso concibió un plan para deshacerse lentamente de él.

Y no se equivocó.